Del libro del Deuteronomio:
Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que
ni tú ni tus padres conocían, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre,
sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Reflexión por Fray Carlos Salas, OP:
Somos seres de cuerpo y alma, ambos nos forman como seres humanos y ambos
requieren alimento. En la lectura del libro del Deuteronomio tenemos el discurso
de Moisés al pueblo Israel, donde les recuerda lo que han pasado por los últimos
40 años, justo antes de entrar a la tierra prometida. Ahí les recuerda lo que
tal vez nunca olvidarían, que sufrieron peligros, aflicciones, hambre, y sed.
Dios respondió a cada una de sus necesidades. Cuando serpientes atacaron al
pueblo, Él les concedió la salud cuando alzaran la mirada a una serpiente de
bronce alzada en un palo. Cuando tuvieron sed, Dios hizo fluir agua en el
desierto árido de la roca más dura. Y su hambre la sació con el maná, no
solo para enseñarles que Él puede proveer con sus necesidades corporales, pero
también para enseñarles que también tienen necesidades espirituales.
No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Esta exhortación es necesaria para muchos de nosotros. Como católicos tenemos la
desafortunada reputación de no leer las Sagradas Escrituras. Claramente que las
escuchamos en la misa, pero tomar la Biblia en casa todos los días no debería
sentirse como algo extraño. Incluso, hace unos años el Papa Francisco comentó
que desperdiciamos mucho tiempo en nuestros teléfonos inteligentes, generalmente
en redes sociales y videojuegos. En lugar de esto, nos recomienda tener a la
mano una aplicación de la Biblia y leerla cuando tengamos tiempo esperando por
el autobús o en línea. Claro, una Biblia impresa es ciertamente una mejor
experiencia sin tantas distracciones. Pero lo que esto nos lleva a reflexionar
es la necesidad constante de la palabra de Dios. Es a través de ella que
conocemos mejor a Dios.
Y porque Dios quiere conocernos mejor también a nosotros, no era suficiente
nuestra devoción a las Sagradas Escrituras, sino que Dios envió a la Palabra
misma, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, hecha carne. Dios se hizo un
ser humano. El misterio de la Encarnación es lo que hace al cristianismo único.
Al tomar carne y hueso como nosotros, Dios se redujo a las fragilidades de ser
una creatura—sin renunciar ser el Creador—para demostrarnos de manera tangible
Su amor por nosotros. Para que, con la Encarnación de Jesucristo, no dudemos que
la creación es realmente buena. Así, Dios nos ayuda a no caer en uno de dos
extremos: en uno de ellos tenemos el materialismo, por el cual toda nuestra vida
revuelve alrededor de lo tangible. En el otro extremo tenemos el rechazo del
mundo físico, el cual quisiéramos escapar para vivir solamente en un mundo
espiritual. Ambas posiciones, por sí mismas, quedan lejos de la verdad.
Jesucristo, en cambio, nos demuestra que ser creaturas suyas es mucho más que
ser solo parte de la realidad física o espiritual, sino de ambas. Y, para
asegurarnos de esto, Jesús nos ha dejado a Sí mismo enteramente. Nos ha dejado
Su Cuerpo, Sangre, Alma, y Divinidad. Es decir, nos ha dejado, totalmente, todo
lo que es tangible y todo lo que es espiritual de nuestro Salvador. Nos hace un
llamado para que no caigamos en un extremo u otro. Y esto lo hace incluso de una
manera que lo refleja. Jesús se hace presente ante nosotros en la Hostia y el
Vino consagrados. Pan y vino. Símbolos de alimento, del sustento humano. Pero el
símbolo Eucarístico no es para representar un sustento físico, sino para
representar la realidad del sustento espiritual con el que Dios nos alimenta con
su propia vida.
Jesús les dijo, Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su
sangre, no podrán tener vida en ustedes. Así como Dios proveyó maná en el
desierto para que el pueblo Israel pudiera alimentarse, ahora Dios nos provee
con su propia vida para sostener la nuestra. Pero también hay una realidad más
profunda aquí: Nuestra vida no es nuestra, sino que es un don de Dios, ¡un
regalo! El pueblo de Israel sobrevivió en el desierto porque Dios así lo quiso y
los alimentó. Esto simboliza el sustento que Dios nos da en cada momento con el
respiro del Espíritu Santo. El riesgo es que subestimamos la vida que tenemos.
La subestimamos tanto que, como los judíos en la lectura del Evangelio, no
podemos creerle a Jesús que sin Él no es posible que tengamos vida. Sí, el
Espíritu Santo ya nos da la vida para poder respirar y alimentar nuestro cuerpo,
pero podemos estar muertos en el alma sin consumir la Palabra, tanto escrita en
la Biblia como en la sagrada Eucaristía. Ambas.
Una parte adicional de esta profunda realización de la dependencia en Dios es
que, al consumir su Cuerpo y Sangre, Dios nos hace más lo que realmente somos.
Es decir, por el Bautismo fuimos hechos parte del mismo Cuerpo de Cristo. Al
recibir Comunión, abrimos nuestro ser para conformarnos más profundamente en la
vida Divina. Este es el fin de la Eucaristía: hacernos partícipes en la vida de
Dios. Las promesas que Dios nos hace no son solamente para el futuro, pero Él
las cumple hoy. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo
en él.
Algo para traer a la oración: