XXVI Domingo
Ordinario
(A)
10.1.2023
Ezequiel
18: 25-28
Filipenses
2: 1-11
Mateo
21: 28-32
El evangelio hoy nos habla de como juzgar entre las apariencias
y la realidad. Vemos que Jesús está hablando con los sumos
sacerdotes y los ancianos del pueblo. Estos son individuos bien
respectados, personas que tienen admiración entre el pueblo
judío, oficiales religiosos que observan la ley y que son
responsables para ver que los demás la observan. En esta
capacidad, ellos juzgaron a la gente. Y por eso, Jesús les
invita a opinar acerca del relato que les presenta.
En el relato, las acciones de los dos hijos ofenden al padre.
El primero hijo dice “no”, que es un insulto público. Resulta
en el padre pierde respeto en la comunidad. El segundo hijo
no le hizo un insulto público, pero tampoco hizo la voluntad de
su padre. Los dos le causaron dolor al padre. Puede ser que
ere solamente el padre que entendió que el segundo le ofendió,
pero de todos modos era una ofensa.
La sociedad de este tiempo era muy susceptible al honor y a la
vergüenza. Los oyentes pudieron entender fácilmente la seriedad
de lo que pasó. Cuando los sumos sacerdotes y los ancianos
dieron la opinión de que el primero era más fiel, Jesús echó su
decisión en la cara, diciendo, “Yo les aseguro que los
publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino
del Reino de Dios.” Jesús dijo que los pecadores públicos que
son arrepentidos entran más fácilmente al Reino que los que
tienen apariencias de fidelidad, pero que tienen un corazón
lleno de desprecio por los demás.
La verdadera pregunta importante es ¿“Qué es lo que hace a una
persona aceptable a los ojos de Dios?” Obviamente, no es el
puesto que uno ocupa; no es el respeto de la gente; no es la
capacidad de juzgar a otros; no es la apariencia de bondad y
fidelidad a la ley. Jesús nos dice que no es el honor que la
gente ofrece a una persona, ni es el poder que viene con un
oficio, sea en lo civil o en el círculo religioso. Lo que hace
a una persona aceptable en los ojos de Dios es la humildad y el
arrepentimiento. Es fe en la bondad de Dios y la generosidad de
incluir a los demás en la familia de Dios.
Vale la pena leer con cuidado la carta de san Pablo a los
filipenses. San Pablo exhorta a la gente de vivir con humildad,
de considerar a los demás como superiores a si mismo, de no
buscar su propio interés, sino el del prójimo. El habla de
cómo vivir como comunidad de amor, como comunidad de unidad,
como comunidad de perdón. Y nos explica que este ideal existe
porque Jesús mismo vivió así. En la Encarnación, Jesús tomó la
naturaleza humana, la condición de siervo, haciéndose semejante
a nosotros. Y con su muerte, Jesús aceptó las consecuencias de
una vida de fidelidad a su Padre.
Nosotros tenemos el mismo desafío, de no juzgar según las
apariencias. No podemos despreciar a alguien por no asistir a
la misa como nosotros; por no participar en la Iglesia como
nosotros; por no conocer la Biblia como nosotros. Debemos
siempre entregar a todos en las manos misericordiosas de Dios, y
reconocer nuestra arrogancia si la vemos en nuestros
pensamientos.
Gracias a Dios que tenemos la ayuda de Jesús en la Eucaristía.
Cada vez que comulgamos, recibimos este mismo Jesús como amigo,
compañero, y guía. Podemos pedirle que nos dé su manera de
pensar, de hablar, y de actuar. Y más que todo, podemos confiar
que nos concederá estos dones.