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XX
DOMINGO ORDINARIO, 24 de agosto de 2025
(Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-7.11-13; Lucas 13:22-30)
La segunda
lectura de hoy proviene de una de las obras menos apreciadas de la Biblia. Un
distinguido biblista dijo que la Carta a los Hebreos es “...una de las obras
más impresionantes del Nuevo Testamento”. Sin embargo, pocos conocen su
argumento y lo que la hace tan estimada por los expertos.
Una de las
dificultades para apreciar Hebreos es que tanto el autor como los destinatarios
son anónimos. No hay huella de quiénes eran estos “hebreos”, más allá de que se
trataba de cristianos de origen judío. No sabemos si eran conversos o
descendientes de conversos. Además, la carta trata el culto judío, un tema poco
familiar, al menos para la mayoría de los católicos. En el Antiguo Testamento
encontramos capítulo tras capítulo con prescripciones sobre el altar y los
sacrificios, que en gran parte desconocemos simplemente por falta de interés.
Lo mismo ocurre con la descripción de los sacrificios en la Carta a los Hebreos.
Quiero
reflexionar hoy no sobre la tesis principal de la carta, sino sobre un tema
fundamental de la fe que aparece en la lectura de este domingo: el sufrimiento
de los inocentes, lo que la teología llama “teodicea”. Se pregunta: ¿por qué
les suceden cosas malas a personas buenas? Es evidente, por lo que precede en
la carta, que los destinatarios han sufrido persecución por su fe en Cristo. No
se especifica el dolor, aunque está claro que no llegó al martirio. De todos
modos, ese sufrimiento los llevó a pensar en abandonar su compromiso con
Cristo. Además, experimentaban la desilusión de que Cristo no había regresado tan
pronto como esperaban. Se encontraban ante la decisión de seguir adelante como
cristianos o volver a los ritos y tradiciones de sus antepasados.
El autor de
la carta intenta disuadirlos de dar un paso tan drástico como abandonar a
Cristo. Para ello, tiene que explicar por qué Dios ha permitido tanto
sufrimiento y la espera prolongada de la venida del Señor. La respuesta que
ofrece es que Dios permite estas pruebas no por indiferencia, sino por amor.
Quiere que aprendan paciencia, fortaleza y humildad: en una palabra,
disciplina. El autor ya les había recordado la larga lista de santos que
mantuvieron la fe a pesar de pruebas aún más duras. Les asegura que el
sufrimiento vale la pena.
Impartir
disciplina siempre conlleva sufrimiento. Los atletas entrenan con dolor para
poder superar a sus oponentes. Lo vemos también en el libro bíblico dedicado al
problema del sufrimiento, Job. Dios pone a prueba la fe de Job con una
serie de males para mostrar su fidelidad como hombre. Sin embargo, las personas
que sufren no siempre pueden aceptar esta explicación. Particularmente difícil
resulta cuando los afligidos son niños o personas claramente inocentes.
No ven
pecados en sus vidas que merezcan la tribulación que experimentan. Se sienten
desconcertados, inclinados a perder la confianza en la misericordia de Dios.
¿Quiénes son hoy esas personas? Tal vez los habitantes de Ucrania, después de
tres años de guerra y con sus ciudades bombardeadas diariamente. O más cerca de
nosotros, los desempleados que llevan meses buscando trabajo y que ahora
escuchan que la inteligencia artificial desplazará a aún más trabajadores.
También ellos pueden comenzar a cuestionar la bondad de Dios. ¿Qué podemos
decirles?
Jesucristo
nos reveló a Dios, pero no de manera completa. Él no nos ocultó a su Padre,
pero el misterio de Dios está más allá de nuestra comprensión. Dios no es un
genio, ni una supercomputadora, ni ningún otro ser imaginable. Él es el
fundamento mismo de todo ser; nada podría existir si no se apoyara en Él. El
hecho de que nos ama es cierto, porque Jesús, siguiendo la línea de los
profetas, nos lo ha revelado. Pero los designios y modos de ese amor permanecen
en el misterio. Ante ese misterio debemos ser como Job: agradecidos por
conocerlo y asombrados de su grandeza.
El
Evangelio de hoy nos fortalece esta actitud ante Dios. No basta con permanecer
independientes, alegando experiencias pasadas con Él. Este planteamiento no nos asegura la vida
eterna. Pero si permanecemos fieles, aun en medio del sufrimiento, entonces
reinaremos con los santos.
XX Domingo del Tiempo Ordinario
(Jeremías 38:4-6.8-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)
Los términos y conceptos del evangelio de hoy pueden llamar
la atención, pero también levantan algunas preocupaciones. Nos preguntamos:
¿qué quiere decir el Señor cuando dice que ha “venido a traer fuego y división
a la tierra”? Y ¿no es que Jesús fue
bautizado por Juan en el Jordán? ¿Qué es
este bautismo que va a recibir que le causará angustia?
Para entender a Jesús aquí no debemos tomarlo literal sino
figurativamente. Emplea lenguaje
expresivo para urgirnos a responder a sus exigencias. El “fuego” no es la combustión de materiales
físicos sino la destrucción de vicios espirituales. El “bautismo” no es la inmersión en el agua
sino el trauma de una muerte sangrienta.
En el evangelio según San Lucas, más que en los otros, Jesús anticipa su
pasión y muerte. Se da cuenta de que
serán el momento de la verdad para el mundo.
Al verlo colgando en la cruz perdonando y sanando hasta el mero fin
todos tienen que declararse o por él como su Salvador o en su contra como un
fulano.
En diferentes ocasiones el evangelio indica que Jesús está
anticipando el encuentro con su destino en Jerusalén. Lucas describe la Transfiguración como
ocasión para Jesús de hablar con Moisés y Elías acerca de su “éxodo” o pasión
venidera (9,30). No mucho luego de esto, Lucas dice cómo Jesús “se encaminó
decididamente hacia Jerusalén” (9,51).
Enfocado en su Pasión, Jesús no la evita sino la abraza por dirigirse a la
ciudad santa. Otra referencia a la
anticipación y, en este caso, la preparación para la Pasión ocurre cuando Jesús
está en el Monte de Olivos con sus discípulos.
Lucas describe cómo Jesús estaba “en agonía” y que su sudor “se hizo
como gotas espesas de sangre” (22,44). Estamos acostumbrados a pensar en la
“agonía” como dolor extremo, pero aquí la palabra griega de raíz agón
refiere a la preparación de los atletas para la competición. Es el régimen de ejercicios que hacen los
corredores para calentar sus músculos a dar el máximo. Las gotas de sudor tan espesas como sangre
significan que Jesús está sumamente listo.
Ya puede marchar adelante para hacer frente al diablo en la batalla para
las almas.
La pasión y muerte en la cruz de Jesús pone al mundo en
juicio. Todos deben decidir si están con
Jesús o en su contra. Estas decisiones dividirán familias, amistades y
comunidades como Jesús predice en la lectura.
El evangelio tiene en cuenta historias como la de Santa Perpetua, una
mártir africana en la Iglesia primitiva que se opuso a su padre cuando él
quería que negara a Jesús.
Aunque todavía existen tales casos, se ve la profecía de
Jesús cumplida en asuntos más cotidianos.
Esposos a menudo pueden ser divididos en la cuestión de anticonceptivos:
uno diciendo que el sexo es para el placer mientras el otro reconoce que tiene
fines más altos como enseña la Iglesia.
Se dividen amigos en la cuestión de servicio: una proponiendo que pasen
todos los fines de semana buscando divertimiento mientras la otra responde que
quiere usar parte de su tiempo libre para socorrer a los necesitados. La comunidad parroquial puede ser dividida
con algunos en favor de unirse con otras comunidades de fe en un proyecto de
organizar la mayor comunidad y otros amenazando que vayan a dejar la parroquia
si se hace parte del proyecto.
Sería patentemente falso decir que Jesús vino con el deseo a
separar familias, amistades, y comunidades.
Pero sí vino para enseñar la voluntad de su Padre por palabra y
ejemplo. Lo rechazamos a riesgo de
perder la vida eterna. Y lo aceptamos en
la esperanza de tenerlo como compañero para siempre.
XIX Domingo Ordinario
(Sabiduría 18:6-9; Hebreos
11:1-2.8-19; Lucas 12:35-40 [versión corta])
El evangelio de hoy tiene dos
parábolas cortas. Permítanme intentar
explicarlo con otra parábola o, mejor, historia. La historia no es de Jesús sino del
presidente John Kennedy de los Estados Unidos. Para enfatizar cómo iba a
trabajar asiduamente cuando se eligieran Kennedy contaba la historia de la
legislatura de un estado en los primeros años de la república americana. Dijo que la legislatura estaba en sesión
cuando una eclipsa del sol estaba pasando.
Los cielos se hicieron oscuros, y los legisladores pensaban que el fin
del mundo hubiera llegado. Algunos de
ellos propusieron que la sesión sea levantada para que pudieran estar con sus
familias cuando viniera el Señor. Pero
otro miembro de la legislatura solicitó al presidente de la Cámara el
contrario. Exclamó: "Señor
presidente, si no es el fin del mundo y levantamos la sesión, pareceremos
tontos. Si es el fin del mundo, preferiría que me encontraran cumpliendo con mi
deber. Propongo, señor, que se traigan velas”.
Por medio de las parábolas Jesús
avanza su proyecto de fundar de nuevo el Reino de Dios en el mundo. Han reclutado a discípulos para continuar el
trabajo después de su muerte. Con la
parábola de los criados esperando el regreso de su señor, Jesús les avisa que
sean asiduos en sus esfuerzos por el Reino.
Como dice el legislador en la historia de Kennedy, quieren ser
encontrados “cumpliendo con su deber”.
¿Para qué ser asiduos? Para ser
acogidos en las salas de la vida eterna.
La parábola describe la acogida con una imagen magnífica: el Señor mismo
“se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá”.
El proyecto del Reino es hacer el
mundo lugar de la justicia, la paz, y el amor.
Requiere que se establezcan leyes, costumbres, instituciones y
últimamente virtudes de modo que la gente respete a uno y otro y cuide el bien común. Una persona definitivamente trabajando por el
Reino vive en Pakistán donde asiste a su propio pueblo. Shahzad Francis dirige una organización
fraternal que ayuda a los católicos en la lucha de vivir con dignidad en medio
de una sociedad mayormente musulmán. Entre
otras obras Francis fomenta la paz por hacer diálogos públicos entre todas las
religiones. Va a la capital del país
para abogar por los derechos minoritarias.
Recientemente ha establecido escuelas para los niños de los trabajadores
de los hornos de ladrillos que son entre los más pobres del país y por la mayor
parte cristianos.
Podemos trabajar por el Reino de
Dios por implantar sus valores en nuestras familias y comunidades. En lugar de tener a cada uno de la familia
entreteniéndose con su teléfono propio, que busquemos actividades comunales
como una caminata juntos en el bosque.
En lugar de mirando el partido de fútbol desde las entrevistas antes
hasta el análisis después, que tomemos un par de horas para servir comida a los
indigentes o visitar a los ancianos abandonados en los asilos.
¿Parece imposible o demasiado
idealista cambiar los modos del mundo?
Considerémonos la segunda lectura.
La Carta a los Hebreos apunta a Abrahán y Sara, viejos y sin hijos, siguiendo
adelante con la fe en Dios para engendrar “una descendencia numerosa como las
estrellas del cielo e incontable como las arenas del mar“.
La segunda parábola que ocupa
Jesús concierne la llegada del Señor para reclamar a los suyos. Dice que vendrá como un ladrón en la noche o,
en otras palabras, en un momento indeterminable. Por esta razón Jesús urge que nos quedemos listos
por siempre haciendo obras buenas. En la
historia de Kennedy la petición para velas equivale “estar listos,
siempre”. Los Scouts tiene un dicho que
nos sirve como una guía: “Haz una buena acción todos los días.” No debemos dejar pasar un día sin hacer un
esfuerzo para ayudar a otro. A lo mejor
el Señor no vendrá con el fin definitivo del mundo por eones. Sin embrago, ciertamente
es posible que nos venga mañana para reclamar nuestra vida individua. Si no por el amor de nuestros vecinos, entonces
para evitar un juicio negativo en la muerte, queremos prepararnos con acciones
buenas.
Las dos parábolas del evangelio
de hoy pueden ser reducidas a dos admoniciones. Primero, ayúdense unos a otros,
especialmente a los necesitados, por el bien del Reino de Dios. Segundo,
comiencen la obra ahora y continúen haciéndola todos los días de su vida. Al
ocuparnos de estas tareas, invitaremos a Jesús a llevarnos con él a su mesa
celestial.
XVIII DOMINGO ORDINARIO,
(Eclesiastés 1:2; 2:21-23; Colosenses 3:1-5, 9-11; Lucas 12:13-21)
La parábola del Evangelio de hoy es típica de las grandes
parábolas en el Evangelio de Lucas: descriptiva, iluminadora y, al mismo
tiempo, concisa. Comúnmente se presenta la parábola del rico insensato como una
advertencia contra la avaricia, es decir, el deseo desordenado de poseer
riquezas. Sin embargo, su crítica va mucho más allá de la simple acumulación de
dinero. En sus escasas 144 palabras, encontramos una evaluación sombría del
hedonismo, la ambición excesiva, el egoísmo y la idolatría del dinero. Examinemos
con lupa cada uno de estos vicios. Jesús mismo asocia al rico de su parábola con la avaricia.
Tal vez el ejemplo más conocido de este vicio sea el del mítico rey Midas.
Recordamos cómo Midas amaba tanto el oro que, como recompensa por un favor
concedido por un dios, pidió tener el “toque de oro”. Al recibirlo, todo lo que
tocaba se convertía en oro... ¡incluso su hija amada! Es cierto que el oro o el
dinero tienen gran utilidad por su capacidad de intercambiarse por casi
cualquier bien material. Pero no todo se puede conseguir con dinero. Como dice
el Cantar de los Cantares: “Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del
amor, tan solo obtendría desprecio” (Ct 8,7). El rico quiere acumular dinero para tener una vida ociosa.
Dice a sí mismo: “’Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa,
come, bebe y date buena vida’”. No hay nada malo en descansar, disfrutar de una
buena comida o tomar una copa; muchas personas consideran esto como parte de
“la buena vida”. Sin embargo, cuando estos placeres se buscan como un fin en sí
mismos, revelan una vida desorientada. Por eso deberíamos preocuparnos cuando
nuestros seres queridos solo hablan de los cruceros que han hecho o que planean
hacer. El placer forma parte de la vida, pero la vida tiene fines más altos que
el simple disfrute. Un concepto mejor de “la buena vida” es “relaciones
significativas, crecimiento personal y participación en actividades que se
alineen con los propios valores” (del Internet). También se puede considerar la ambición desmedida como vicio. Es lo que el autor de Eclesiastés critica en la
primera lectura. Si levantarse temprano para cumplir nuestros deberes fuera
pecado, muchos de nosotros estaríamos condenados. Pero él habla de la ambición
que no permite descansar ni por la familia, ni por la salud, y mucho menos por
Dios. El rico insensato se muestra indebidamente ambicioso cuando planea
construir graneros nuevos a la primera vista de su cosecha abundante. Sobre todo, el agricultor demuestra el vicio del egoísmo.
Solo piensa en sí mismo. Incluso solo habla consigo mismo. No considera
compartir su abundancia con sus trabajadores, vecinos o con quienes sufren
necesidad. San Agustín describía el pecado original como “homo incurvatus in
se”, el hombre encorvado sobre sí mismo. Aquí tenemos un buen ejemplo del
hombre no redimido. El fruto de la tierra es un don de Dios para aliviar las
necesidades de todos. El agricultor debería haber considerado cómo tratar con su
cosecha de acuerdo a un concepto justo del bien común. Conectado al egoísmo, encontramos el culto al dinero, lo que
a veces se llama “la idolatría práctica”, que infecta el corazón de muchos. En
lugar de dar gracias a Dios por sus bendiciones, solo piensan en aumentar su
riqueza. Es un pecado muy común. Se reporta que más o menos el mismo porcentaje
de americanos juega a la lotería que asiste a la iglesia al menos de una vez al
año. Podríamos considerar el consejo de la segunda lectura como
remedio para estos pecados: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo”.
Desde arriba, recibimos la generosidad en lugar de la avaricia. Recordamos cómo
Jesús se fatigó predicando y sanando a los que lo buscaban. Desde arriba, vemos
a Jesús —“el Camino, la Verdad y la Vida”— como la verdaderamente “buena vida”.
Lo encontramos en los sacramentos y en la oración. Desde arriba, contemplamos
la humildad con la que el Hijo de Dios se hizo hombre para redimirnos.
Finalmente, desde arriba nos llega la virtud de la religión, que nos lleva a
agradecer a Dios por nuestra vida. Recordamos cómo Jesús se retiraba con
frecuencia para orar a solas con su Padre.
Recordemos también a San Pedro, cuando el paralítico le
pidió limosna en la entrada del templo. Pedro le dijo que no tenía ni plata ni
oro, pero que tenía algo mucho más valioso. Entonces lo sanó en el nombre de
Jesucristo. El Señor sigue siendo nuestro verdadero tesoro, más valioso que
cualquiera otra cosa.
XVII DOMINGO ORDINARIO
(Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)
En lugar de enfocarme en el evangelio de hoy, quisiera poner
de relieve a Abrahán. No solo es el protagonista de las primeras lecturas de
hoy y del domingo pasado, sino también una figura icónica en la Biblia. Recibió
la promesa de Dios de que sus descendientes serían una bendición para el mundo
entero. También se le considera el primer judío por su fe en Dios, junto con su
circuncisión. Además, su vida manifiesta varias cualidades que indican la
justicia. Vamos a examinar su vida para relacionarla con Jesucristo y con las
lecturas de la misa de hoy.
La historia de Abrahán se puede dividir en tres etapas. La
primera tiene que ver con Abram, el hombre ya mayor a quien Dios llama para
emprender una nueva vida en un país extranjero. La segunda etapa se distingue
por los grandes pactos que Dios hace con él y sus descendientes. Y la tercera
destaca el nacimiento de su hijo con su esposa Sara.
Abrahán nace como “Abram” en la ciudad de Ur de Mesopotamia.
Cuando tiene 75 años, Dios lo envía a la tierra de Canaán, adonde viaja con su
esposa Sarai y su sobrino Lot. Alcanza Egipto, donde el faraón lo reprende por
haber intentado entregar a su esposa para protegerse a sí mismo. Al regresar a
Canaán, Abram y Lot se separan, y Abram ofrece generosamente a su sobrino la
elección de la tierra. Con el tiempo, Abram rescata a Lot de los reyes que lo
secuestraron en la región de Sodoma y Gomorra, la tierra que Lot había
escogido. En estas batallas, Abram se muestra como un guerrero fuerte y un
hombre veraz. Cuando el rey Quedorlaomer le ofrece el botín, él lo rechaza,
porque ha prometido a Dios que solo busca recuperar a su sobrino, no las
posesiones de él. Entonces se encuentra con Melquisedec, quien ofrece un
sacrificio en nombre de Abram, y por ello el guerrero demuestra su sentido
religioso con un donativo generoso al sumo sacerdote.
En la segunda etapa, Abrahán tiene un hijo con la esclava de
Sarai. Cuando se queja a Dios de tener que dejar su fortuna a un esclavo, Dios
le promete que será su hijo con Sarai —aún no concebido— quien heredará, y que
sus descendientes serán tan numerosos como las estrellas del cielo. En este
pacto, Dios cambia el nombre de “Abram” a “Abrahán” y el de su esposa a “Sara”,
y lo compromete a que él y sus descendientes varones sean circuncidados. Un
día, Dios visita a Abrahán en forma de tres ángeles. Abrahán los invita a
almorzar con generosidad. Mientras comen, uno de los ángeles predice que Sara
dará a luz un hijo dentro de un año. Cuando los ángeles continúan su camino, le
dicen a Abrahán que van a destruir Sodoma y Gomorra por la gran maldad cometida
allí. Aquí entramos en la primera lectura de hoy, donde Abrahán intenta
persuadir a Dios de no destruir las ciudades por el bien de los justos que
podrían habitar en ellas.
La tercera etapa ve a Dios poniendo a prueba a Abrahán con
el mandato de sacrificar a Isaac, su tan esperado hijo. Abrahán, sin entender
el porqué, no vacila en prepararse para el sacrificio, hasta que un ángel lo
interrumpe. Por su entrega a la voluntad divina, Dios le promete una vez más
una descendencia numerosa y también la victoria sobre sus enemigos.
Se pueden notar ciertas correspondencias entre la historia
de Abrahán y el evangelio. En primer lugar, así como Abrahán se entrega a la
voluntad de Dios hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su hijo,
Jesús se entrega plenamente al permitir que lo crucifiquen. Segundo, así como
Abrahán se justifica por la fe, también los cristianos son salvados por la fe
en Cristo crucificado y resucitado. Tercero, así como Abrahán dialoga
directamente con Dios para evitar la destrucción de las ciudades, Jesús enseña
a sus discípulos a acudir con confianza a Dios en sus necesidades. Cuarto,
Abrahán demuestra preocupación por el bien del prójimo, al igual que Cristo,
quien multiplica el pan y los peces, entre muchos otros gestos de compasión. Y
quinto, en Abrahán encontramos virtudes que resplandecen aún más plenamente en
Jesús: la fortaleza, la veracidad, la bondad y generosidad, la magnanimidad y
el respeto por lo sagrado.
A Abrahán se le llama el primer “patriarca”, es decir, el
“padre de la fe”. Sin duda lo es para nosotros los cristianos, tanto como para
los judíos e incluso para los musulmanes. Sin embargo, de ninguna manera es
igual a nuestro Padre celestial, de quien proviene todo nuestro ser. Ni es
cabeza de nuestra religión, la cual siempre será Jesucristo nuestro Señor.
XVI DOMINGO ORDINARIO
(Génesis 18, 1-10; Colosenses 1, 24-28; Lucas 10, 38-42)
El evangelio de hoy es bien conocido y apreciado. Los
predicadores lo suelen usar para mostrar que Jesús tenía amigas, incluso
discípulas mujeres. También lo presentan como modelo de dos formas de vida
religiosa: activa, como la de las Hijas de la Caridad, y contemplativa, como la
de las Carmelitas. Sin embargo, intentemos hoy otro enfoque.
Para ello, tenemos que retroceder al evangelio del domingo
pasado, con la parábola del Buen Samaritano. Las últimas palabras de aquella
lectura fueron una exhortación de Jesús al doctor de la Ley: “Haz tú lo mismo”.
Quería que el doctor ayudara a los necesitados, sin importar su raza o
religión. La lectura de hoy sigue
directamente a esas palabras con un consejo que, a primera vista, parece
contradictorio. Jesús le dice a Marta, ocupada con los quehaceres propios de
recibir a un huésped, que en ese momento no son tan importantes. Refiriéndose a
su hermana María, sentada a sus pies como discípula, Jesús afirma que ella “ha
escogido la mejor parte”.
¿Por qué entonces Jesús reprende a Marta por su preocupación
por los quehaceres del hogar, justo después de decirle al doctor de la Ley que
sirviera al prójimo? ¿Ha cambiado de parecer? ¿Ahora solo importa escuchar la
palabra del Señor?
Para responder a estas preguntas, podemos aprovechar una
célebre oración de San Agustín: “Señor, que tu gracia inspire, sostenga y
acompañe nuestras obras, para que todo nuestro trabajo brote de ti, como de su
fuente, y a ti tienda, como a su fin.”
En ella, el orante pide al Padre que envíe su Espíritu Santo, de modo que el
motivo de sus obras sea puro y su acción termine dando gloria a Dios.
Sin la gracia del Espíritu Santo, nuestras obras —como dice
el libro de Eclesiastés— son vanidad. Nuestra naturaleza, herida por el pecado,
no puede producir verdaderamente el bien. Nuestra intención, lo que San Agustín
llama la “fuente”, suele estar centrada en el yo egoísta. Y nuestra acción, el
“fin” de esa oración, muchas veces está manchada por defectos. No dudo, por
ejemplo, que muchos estudiantes se esfuercen no tanto por aprender la materia o
hacerse sabios, sino por obtener buenas notas para destacarse ante sus padres y
compañeros. Nos hemos vuelto como árboles infectados por la plaga, incapaces de
dar buen fruto. Y el Señor lo confirma en el Sermón del Monte:
“…todo árbol malo da frutos malos” (Mt 7,17).
Al estar cerca del Señor, escuchando su consejo y sintiendo
su amor, María se prepara para actuar en una manera nueva. No se inclinará al
egoísmo en presencia de Jesús, que conoce su corazón. Sus obras serán sanas y
santas porque ha escogido “la mejor parte”. Probablemente Marta también
comprende la lección. Ella es generosa y, más importante, tiene la sensatez
para recurrir a Jesús en su apuro.
¿Y nosotros? ¿Nos parecemos más a María, contemplativos y
silenciosos, o a Marta, activos y expresivos? En realidad, no importa. Las dos
han sido proclamadas santas.
Lo importante es que, como María, escuchemos y obedezcamos las enseñanzas del
Señor. Y que, como Marta, pidamos su ayuda y realicemos nuestras obras con
esmero.
XV DOMINGO ORDINARIO, el 13 de julio de 2025
(Deuteronomio 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)
La bien conocida parábola del Buen Samaritano nos recuerda de otras
historias del amor al prójimo. Una tal
historia fue escrita por el gran autor ruso León Tolstoi. Titulado “Dos hombres viejos” la acción comienza
en Rusia a un tiempo indeterminado.
Efraím y Eliseo son dos amigos ancianos.
Se respeta bien Efraím en su pueblo por su vida recta. Tiene gran
familia y bastante dinero, aunque continuamente se preocupa que no sea
suficiente. Eliseo es ni rico ni
pobre. Bebe vodka de vez en cuando y
toma rapé también, pero es conocido como un hombre amistoso a quien le gusta
cantar. Un día los dos se ponen de
acuerdo para emprender la larga peregrinación a la Tierra Santa a la cual se
comprometieron en la juventud.
Después de haber caminado varias semanas Eliseo tiene dificultad mantener
el paso de Efraím. Cuando se hace
sediento, Eliseo cuenta a su compañero a seguir adelante mientras él pide agua
en una casa campesina. Promete alcanzar
a Efraím más tarde. En la casa Eliseo
encuentra pobreza como nunca ha visto en su vida. Cada persona de una familia de cinco está al
punto de morir de hambre. Eliseo comparte
con la familia los víveres que lleva en su mochila. Entonces va al pueblo cercano para comprar
más. De hecho, queda con la familia por varias
semanas proveyéndoles sus necesidades hasta que no tiene suficiente dinero para
la tarifa de barco de Constantinopla a Jafa.
Por eso decide abandonar el proyecto y volver a su propia tierra.
Efraím alcanza la Tierra Santa y visita todos los sitios bíblicos
importantes. Cuando está asistiendo la
liturgia sagrada en el Santo Sepulcro, ve algo que sabe es imposible. Del fondo del santuario donde está de pie por
la muchedumbre, Efraím ve a su amigo Eliseo en el frente cerca al altar. Lo busca después de la Eucaristía, pero con
tantos hombres saliendo el santuario a una vez, no puede encontrarlo. Cuando Efraím regresa a su tierra, va a
visitar a su amigo. Le dice a Eliseo que
sus pies llegaron a la Tierra Santa, pero no es seguro si su alma llegó
también.
Los dos cuentos – la parábola de Jesús y la novela corta de Tolstoi – nos
enseñan varias lecciones. Una es la
importancia relativa de ser cumplida en nuestras responsabilidades. El sacerdote y el levita en la parábola de
Jesús pasan por alto al hombre medio muerte porque tocando un cadáver los
habría rendido inmundos y prohibidos de cumplir sus servicios sacerdotales.
Efraím, también un hombre diligente, podría haber vuelto para investigar qué
pasó con su compañero, pero decidió ir adelante con su proyecto. En sí, es
bueno ser cumplidos en nuestras responsabilidades. Sin embargo, a veces Dios quiere que nos
extendamos más allá que cumplir deberes ordinarios para hacer sacrificios por
los apurados.
Ciertamente por la justicia el samaritano debe hacer algo para salvar la
vida del hombre. Vendar sus heridas y
llevarlo al refugio parecen solo humano en la situación. Pero él lo trata como un hermano llevándolo
al mesón y pagando por todas las necesidades.
Eliseo muestra este tipo de preocupación, que llamamos “el amor” o “la
caridad”, para la familia muriendo de hambre.
Al igual que Eliseo está cerca al altar en la visión de su compañero,
nosotros estaremos más cerca a Cristo por haber brindado este tipo de amor.
Finalmente, los dos cuentos enseñan que el prójimo no es solo el que vive
a nuestro par o aún en nuestro país. No,
todos somos prójimos a uno al otro. Como
el calentamiento de la atmósfera está haciendo claro, las acciones en una parte
del mundo pueden afectar las vidas en otras partes. Jesús manda al doctor de la ley que haga a
los demás al igual que el samaritano hace por el hombre asaltado por los
ladrones. Nosotros deberíamos oírlo
diciéndonos a nosotros también: “’Anda y haz tú lo mismo’".
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